Queremos sumar, no restar: Un anhelo de las personas venezolanas en contexto de movilidad humana

La migración forzada implica la ruptura del entorno natural, físico, familiar y personal. “Irse forzadamente de Venezuela es como si te obligaran a divorciarte de una persona que amas y no quieres dejar”, comenta Maryorie quien trabajaba en una institución gubernamental en Venezuela, pero fue retirada de su cargo durante las elecciones de 2017, después de no presentar prueba de su voto a favor de quienes sus superiores indicaron. Sin trabajo y en medio de una crisis política, económica y social que le impedía acceder a los derechos más básicos, migró de manera forzada a Colombia, dejando atrás la tierra que la vio nacer, sus amistades, seres queridos, y sin saber si el abrazo de despedida que dio a sus padres era el último.

“Aquí no se puede tener amigas, hay tantas historias de gente que intenta vender venezolanas. Yo sé lo que es ser migrante, mujer y afrodescendiente, y mi voz algún día va a transformar al mundo”, pensó Maryorie mientras dormía en una terminal de autobuses en Bogotá, lugar donde terminó luego de una serie de episodios xenófobos, racistas y, por último, un ataque violento basado en género que culminó en unas manos amenazantes que apretaron con fuerza su cuello.

“Mientras soñamos con Venezuela en libertad, queremos aportar a Colombia, venimos a sumar y no a restar”, comenta Maryorie, quien después de más de un año en Colombia no ha podido conseguir empleo constante y formal a pesar de ser beneficiaria del Permiso Especial de Permanencia (PEP), medida implementada por el gobierno colombiano para ciudadanos venezolanos que reúnan algunos requisitos y que permite la estadía regular en el país. “No me lo aceptan en ningún empleo”, dice Maryorie, mientras sostiene en sus manos una impresión plastificada del PEP que tramitó por internet e imprimió ella misma.

Su historia es una de muchas. La crisis política, económica, social y de derechos humanos que atraviesa Venezuela continúa generando importantes movimientos de personas saliendo de sus fronteras, y la necesidad y urgencia de responder con un enfoque de derechos humanos ante la llegada de personas venezolanas a los distintos países del continente, sigue siendo igual o más urgente. De acuerdo con cifras de ACNUR, más de 4 millones de personas han salido de Venezuela, radicándose la mayoría en Sudamérica. La agencia calcula que para el cierre del 2019 la cifra podría ascender a los 5 millones.

Es innegable que se han desarrollado esfuerzos estatales por atender esta situación, tales como la creatividad que un par de Estados han demostrado en la creación de mecanismos de regularización migratoria. Sin embargo, estas respuestas aún son insuficientes.  

 

Comenzando, por ejemplo, con los riesgos de apatridia y violaciones al derecho a la nacionalidad de niños y niñas de padres y madres venezolanos en Colombia, continúa también a lo largo del continente una generalizada imposibilidad de satisfacer los derechos humanos de millares de personas venezolanas. Derechos tales como el trabajo digno, servicios médicos esenciales, el acceso a la justicia, dificultades en el acceso al derecho a buscar y recibir asilo bajo la condición de persona refugiada, la prohibición del rechazo en frontera, la discriminación y xenofobia, así como la imposición de requisitos de entrada de difícil o imposible cumplimiento para personas venezolanas, tales como presentación de pasado judicial apostillado, pasaporte vigente y requisito de solicitar visa desde Venezuela, situaciones que se mantienen como una constante a lo largo del hemisferio.

Por otra parte, las personas migrantes y refugiadas que llegan desde Venezuela no son un todo homogéneo, sino que requieren respuesta y atención diferenciada que atiendan a las necesidades  específicas de los distintos grupos poblacionales, quienes, adicional a las vulnerabilidades que históricamente han acompañado al migrante, son blancos de otros tipos de discriminación estructural tanto en su país de origen, como en el tránsito y destino; personas como mujeres, adultos mayores, niñas, niños y adolescentes, población LGTBI+ grupos étnicos y raciales y personas con discapacidad, entre otros. En el caso de Maryorie, ser mujer afrodescendiente y migrante la sitúa en una situación de discriminación interseccional, en el sentido de que interactúan múltiples factores de vulnerabilidad.

Frente a esta situación, desde sociedad civil, se está empujando por el reconocimiento de los más altos estándares de protección internacional para personas refugiadas, así como por mecanismos de protección grupales, insistiendo en las obligaciones de los Estados de permitir el ingreso a las personas a su territorio, al proceso de reconocimiento de la condición de refugiado de manera fácil y salvaguardando el debido proceso legal. La aspiración es que quienes huyen de la inestabilidad a otro contexto, puedan convertir sus sueños de aportar a sus nuevos entornos y construir hogares sólidos en una realidad.

Escrito por: Jessica Ramirez, Fellow Legal en el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL) 

 

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